“Os ha nacido en la ciudad de David un Salvador que es Cristo el Señor”
Lucas 2:11
JESUCRISTO nació en las circunstancias más precarias, pero el aire se llenó con los aleluyas de las huestes celestiales. Su alojamiento era una pesebrera, pero una estrella condujo hasta allí ilustres visitantes de lejanas tierras que iban a rendirle adoración.
Su nacimiento fue contrario a las leyes de la vida. Su muerte fue contraria a las leyes de la muerte. Su milagro inexplicable son su vida y sus enseñanzas.
No tenía campos de trigo, ni pescaderías, pero puso mesa para 5.000 y hubo pan y pescado en abundancia. No caminó por alfombras hermosas, pero caminó sobre las aguas y ellas lo sostuvieron.
Su crucifixión fue el crimen de los crímenes, pero, desde el punto de vista de Dios, no se podía pagar un precio más bajo que su infinita agonía por nuestra redención. Cuando murió, pocos hombres lo lloraron, pero un gigantesco crespón de luto fue puesto al sol. Aunque los hombres no temblaron por sus pecados, la tierra tembló bajo su carga. La naturaleza entera le honró, aunque los pecadores le rechazaron.
El pecado nunca lo alcanzó, la corrupción no podía enseñorearse de su cuerpo. La tierra, enrojecida con su sangre, no podía reclamar su cuerpo hecho polvo.
Predicó tres años el evangelio, no escribió libros, no edificó templos, no había fondos que lo respaldaran. Después de 2011 años es el personaje central de la historia humana, el tema perpetuo de toda predicación, el pivote en torno al cual giran los eventos del siglo, el Único regenerador de la especie humana.
¿Era solamente hijo de José y de María aquel que cruzó los horizontes del mundo hace casi 2011 años? ¿Era sangre humana solamente la que derramó sobre el Calvario para redención de los pecadores, y que han obrado tantas maravillas en los hombres y en las naciones a través de los siglos?
Ningún hombre que piensa puede dejar de exclamar: “Señor mío y Dios mío”
Por Keith Brooks
Manantiales en el Desierto.
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